La directora, dramaturga y abogada Ana Laura Suarez Cassino, traza en esta nota un preciso un recorrido de los logros alcanzados en el campo legislativo en el tema de la violencia y desigualdad de género, pero alerta también sobre lo mucho que falta avanzar en la tarea de desnaturalizar los arquetipos del patriarcado.
La ley Micaela surge a partir del femicidio de Micaela García, una chica de veintiún años violada y asesinada en abril de 2017 a la salida de un boliche, en Gualeguay, Entre Ríos, por un hombre con antecedentes de ataques sexuales.
Luego de siete días de búsqueda intensa, la noticia del crimen generó una fuerte conmoción en todo el país, ya que Micaela participaba activamente del movimiento Ni Una Menos y militaba en el Movimiento Evita. La repercusión social del hecho y la violencia institucional que develó -en el marco de las movilizaciones frente a las violencias por motivos de género “Ni una menos”, fallos que absolvían a sus imputados por abusos sexuales y femicidios, y debates que lograban visibilizarse- dieron fuerza a demandas históricas que exigían una reconfiguración institucional.
Un año y medio después, el 19 de diciembre de 2018, la ley Micaela fue sancionada por unanimidad en el Senado. La iniciativa había sido aprobada el día anterior en Diputados con 171 votos a favor y uno en contra cuando el oficialismo de ese momento tuvo que acceder a incorporar el proyecto en el orden del día de la sesión extraordinaria, aunque había sido presentado en 2017 y contaba con dictamen de comisión desde hacía meses. En enero de 2019 fue publicada. Como respuesta al compromiso social de Micaela García y a las vicisitudes vinculadas a la causa penal por su femicidio se sancionó la ley 27.499, que recibió su nombre.
Su objetivo principal es el de “capacitar y sensibilizar” en temas de género y violencia contra las mujeres a todas las personas que desempeñan funciones en los tres poderes del Estado, sin importar jerarquía ni forma de contratación. El contenido de las capacitaciones estaría a cargo del Instituto Nacional de las Mujeres, y cada uno de los organismos junto a las organizaciones sindicales correspondientes, serían responsables de garantizar la implementación. Cada provincia iría incorporando la norma en su legislación y articulando los mecanismos adecuados para hacerla efectiva. A la fecha adhirieron todas las provincias y aproximadamente 500 municipios.
Planteo
La aprobación de la ley Micaela se insertó en un proceso integral de cambios sociales y culturales que hacían impostergable la necesidad de avanzar con la agenda de género de forma consistente. Distintas leyes y políticas públicas como la Ley de Paridad legislativa (2017), el Plan de Igualdad de Oportunidades y Derechos (PIOD), y la creación del Ministerio de las mujeres (2019), acompañadas de normas internacionales en materia de Derechos Humanos (1) iban teniendo cada vez más eco en la agenda política pero la Ley Micaela da un paso fundamental.
A este respecto, cabe señalar varias cuestiones:
- 1. La perspectiva de género no había sido considerada de forma obligatoria para los trabajadores del Estado, y en esto había responsabilidad política,
- 2. Existen muchas formas de violencia anteriores al femicidio y, si bien son reconocidas desde 2010 por la ley 26.485 de Protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres, requieren de mecanismos específicos para evidenciarlas y combatirlas, y
- 3. Una agenda de género que persiga un cambio cultural, implica por sobre todo asumir las desigualdades estructurales que producen y reproducen las violencias.
La dimensión subjetiva
Como mencioné al comienzo, la Ley Micaela fue la respuesta que dio el Estado para concientizar a quienes ejercen funciones públicas sobre desigualdades y violencias que pueden dar lugar a crímenes por género. De acuerdo al derecho administrativo y siguiendo a Gordillo (2), el Estado manifiesta su actividad y su voluntad a través de sus órganos, es decir, a través de las personas que ejercen los cargos. El concepto de órgano sirve para imputar a la entidad del cual el órgano forma parte, el hecho, la omisión o la manifestación de voluntad de que se trate. El órgano tiene las competencias que le han sido asignadas, las que desempeñará en su nombre, y su voluntad se considera como la voluntad estatal. Respecto de las acciones u omisiones, basta con establecer que la actuación se ha referido a una tarea que era propia de su función para decidir que ha actuado como órgano jurídico del Estado y que, por lo tanto, su acto no es privado.
Ahora bien, el caso de Micaela García dejó a la luz cuánto tienen que ver la cadena de subjetividades personales en las violencias machistas que se ejercen desde el Estado. Las mayorías de las prácticas que reproducen desigualdades están tan arraigadas y naturalizadas que no se consideran faltas. Y un órgano puede sistemáticamente vulnerar derechos consagrados constitucionalmente y asimismo actuar dentro de sus competencias. Quienes redactan dictámenes, resoluciones, sentencias, reciben denuncias, se relacionan con compañeros y compañeras de trabajo en calidad de pares, así como con superiores y personas subordinadas, en sus ámbitos privados cotidianos reproducen y ocupan roles de género que responden a un conjunto de valoraciones sociales, estereotipos, prácticas y costumbres vinculadas a modelos culturales que reproducen desigualdades y violencias.
Con la sanción de la Ley Micela, el Estado se reconoce como generador de prácticas que reproducen desigualdades y propone intervenir incidiendo sobre la dimensión subjetiva de las personas que asumen las funciones de sus órganos. No hace caer la ficción jurídica estatal como cuando aplica una consecuencia punitiva y queda al descubierto la persona detrás del órgano, pero necesariamente permite que se filtre la subjetividad de quienes lo encarnan, haciendo uso de su naturaleza coercitiva para desandar el proceso. Como un gran monstruo que regenera sus partes.
La ficción estatal y la teoría del órgano que la fundamenta se hacen tan permeables que dejan ver a quienes les dan cuerpo. El uso de la palabra “sensibilizar” vislumbra esta porosidad.
Acciones
La ley propone capacitar y sensibilizar a quienes ejerzan funciones públicas en cualquier ámbito y jerarquía. ¿Por qué se habla de sensibilizar? ¿El Estado siente? No, pero sí quienes lo integran. Capacitarse permitirá escuchar, conocer y reflexionar. En el mejor de los casos empatizar. Para la RAE, empatizar es “un sentimiento de identificación con algo o alguien” o “la capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos”. Es propio de la humanidad la conciencia de esta herramienta. ¿Por qué empatizar? Porque no es posible identificarnos con lo que no se conoce. Identificarnos es reconocernos parte de algo.
Por esto, adquirir y promover herramientas teóricas que incorporen la perspectiva de género en los órganos del Estado es una parte fundamental de un proceso de aprendizaje y des-aprendizaje que se verificaría dentro y fuera de las instituciones. Permitiría además identificar antes de que sucedan prácticas y hábitos que legitiman formas de vinculación y relaciones desiguales en la que se inscribe y naturaliza la violencia. En concreto: desde activar los resortes de género en una causa penal o evitar la desestimación sistemática de denuncias, hasta allanar el camino para cuestionar los entramados de poder que frenan el acceso de las mujeres a determinados espacios laborales, por ejemplo.
Ahora bien, es difícil pensar que la transformación de estas desigualdades estructurales se va a dar por una renuncia voluntaria de las personas a sus privilegios. Un gran espectro de ellas no se siente interpelado por la agenda de género, como si se tratara de una lucha de la que no participan. O como si ubicarse del lado de lo “natural” eximiera de responsabilidad.
Pensemos en el lenguaje, por ejemplo, del cual a esta altura nadie ignora su carácter de convención: el modo en que lo usamos nunca será neutral en relación a los géneros. Y como consecuencia, es una representación de cómo vemos el mundo. En este sentido, la guía de lenguaje inclusivo recientemente elaborada por el Ministerio de Mujeres, Géneros y Diversidad, habla de “un proceso de aprendizaje y, sobre todo, de des-aprendizaje porque implica dejar atrás paradigmas que guiaron nuestras formas de nombrar e interpretar discursiva-mente el mundo” (3).
No hay dudas de que el conjunto de prácticas sociales y culturales a interpelar es enorme, así como que lo “natural” también fue producto de un proceso. El proceso cultural y social del que participamos históricamente, y que es político en tanto producto de un entramado social en el que se desarrolla un determinado ejercicio del poder. El que gana, se impone como norma. La novedad es que, a partir de la ley que comentamos y por ser obligatoria la capacitación que propone, las prácticas naturalizadas que muchas personas se sienten con licencia de ejercer, no es tan seguro que no tengan costo. La pregunta sobre esas prácticas hace sonar las alarmas sobre dónde nos ubicamos respecto de las violencias que ejercemos y se nos ejercen.
Violencia sistemática
Vivimos en un entramado donde la violencia se ejerce sistemáticamente y donde la violencia física aparece como último eslabón (4). Como mencioné antes, la ley 26.485 (5) ya hablaba de prevenir la violencia de las mujeres en todas sus formas, y contemplaba explícitamente un amplio espectro de situaciones de distinta magnitud, muchas de ellas naturalizadas en el Estado.
Esta ley es sumamente importante porque desde el 2010 nombra y conceptualiza la violencia que subyace a todas las demás: la violencia simbólica. En su artículo 5 establece que dicha violencia “es la que, a través de patrones estereotipados, mensajes, valores, iconos o signos transmite y reproduce dominación, desigualdad y discriminación en las relaciones sociales, naturalizando la subordinación de las mujeres en la sociedad”. Este tipo de conductas se encuentran tan naturalizada que son asumidas como naturales incluso por quienes la padecen. Nombrarla es ubicarla en el lugar de lo cuestionable. Esta tarea es la que asume la ley Micaela.
Sin embargo, a pesar de los marcos legales que rigen y orientan el camino del aprendizaje y des-aprendizaje, y asumiendo las contradicciones que todo proceso cultural trae consigo, debemos aceptar que los tránsitos son individuales. En este sentido, todavía muchos privilegios de género siguen siendo difíciles de identificar para una gran mayoría de varones.
Ante la negación, la resistencia, las actitudes que relativizan, menosprecian o ridiculizan la agenda de género, no quedan dudas sobre la interpelación que provoca, así como la incomodidad y desorientación que sentimos. ¿Qué nos desorienta? Las transformaciones de las relaciones de poder entre los géneros. Pero ese lugar de incomodidad no es exclusivo de las mujeres y diversidades, porque cada persona –sin distinción de género– tiene la experiencia de haber sido excluida o violentada alguna vez en algún aspecto. Porque nadie está afuera del patriarcado.
El patriarcado estructura la desigualdad entre los géneros de forma regulada y sistemática, y tiene como causa principal la jerarquía masculina por sobre los demás géneros. En la cotidianeidad se traduce en reglas, normas, y en todo aquello que se “naturaliza”, como, por ejemplo, nombrar a las personas en masculino como mencioné antes (lenguaje sexista), la permanencia de los techos de cristal o la feminización de la pobreza. Esta desigualdad se refleja en las condiciones estructurales que las reproducen y la refuerzan, no solo entre varones y mujeres, sino también entre los varones entre sí (6).
Ahora bien, asumir una agenda de género que visibilice las relaciones de poder que sostienen la desigualdad no es solo tarea del Estado. El Estado seguirá siendo patriarcal y la interpelación a las relaciones de poder tiene el límite de las mismas relaciones que lo sostienen. Una política pública –como es la capacitación que propone la Ley Micaela– deja de ser algo estrictamente estatal cuando pensamos críticamente en qué medida y cómo reproducimos la violencia hacia lo que nos rodea.
Esta es una tarea cultural y política, porque, así como no existe un patriarcado sin sujeto, y ese sujeto lo conformamos todas las personas, también somos sujetos de la transformación de ese problema. Por eso, para ayudar en la trasformación, se necesita que la tarea iniciada a través de la política pública se manifieste en la comunidad con una respuesta colectiva.
El techo invisible existe
Una institucionalidad igualitaria implica asumir el riesgo de que sea un oxímoron. Una igualdad que nadie puede negar, ya que está contemplada en nuestra Constitución (7) desde 1853, pero su contenido es tan lábil como el acuerdo social que contiene: en la agenda de género ya no hay lugar para implícitos. El famoso “techo invisible” en términos de género existe porque todos los cuerpos, todas las identidades, todas las subjetividades somos socializadas en el patriarcado, y el patriarcado es esencialmente jerárquico.
Ley Micaela puso sobre la mesa el tejido de naturalización machista y sus modelos de referencia, apuntando a transformar las prácticas concretas de cada trámite o cada interacción con el Estado. Es un paso definitivo en pos de una sociedad igualitaria, respetuosa de quienes la integran, en la cual las mujeres en Argentina, somos más de la mitad del total (8). Es una ley que abraza, tanto a quienes sufren violencia o la han sufrido como quienes la ejercen, para que reconocerla les permita identificarla desde sus causas.
¿Puede el Estado transformarse? Quienes lo conforman deben hacerlo, para que como institución pueda garantizar y construir libertad política, que solo se asegura en condiciones de igualdad, atributo que solo puede darse en comunidad: “un espacio de libertad que no se da en el interior de una persona, en su voluntad, ni en su pensamiento o sentimientos, sino en el entre que solo surge allí donde algunos se juntan y que sólo subsiste mientras permanecen juntos”