Que la enésima repetición de la final con Francia –o cualquier imagen en movimiento que remita al mundial catarí- tenga entre nosotros altos niveles de audiencia no debería llamar demasiado la atención. Por un lado, un repaso superficial de los principales titulares de los portales argentinos de las últimas dos semanas debería bastar para comprender porqué nos aferramos a la tabla de madera del fútbol para escapar un poco de la brutal vuelta a la realidad.
Domingo 18. Llego el día de la gran final
Lunes 19. Messi y sus muchachos, campeones del mundo. Una multitud celebró espontáneamente la conquista en todo el país
Martes 20. El seleccionado esquivo todo compromiso político. El festejo popular se interrumpió abruptamente entre algunos excesos de algunos fanáticos y la imposibilidad de asegurar que el recorrido del plantel se realizará sin riesgos.
Miércoles 21. La Corte Suprema de Justicia falló a favor de la Ciudad en la demanda por la coparticipación.
Miércoles 28. El dólar “real” tocó su récord en 360 pesos.
Por el otro, volver a la lógica del fútbol vernáculo suena, a priori, a una especie de triple mortal y medio que ni los chinos en los juegos olímpicos. Ya se explicó que no existen antecedentes de que un éxito en un Mundial de fútbol, ni en ningún otro acontecimiento deportivo, cambie el humor de una sociedad más que por un rato. Y que la duración de ese rato depende, fundamentalmente, de las condiciones de vida de esa sociedad, preexistentes y prescindentes del acontecimiento deportivo.
Pero hay que admitir que nuestro día a día terminó superando cualquier cálculo y demoró la nada misma en pegarnos un cachetazo de realidad. Nada sobre lo cual dramatizar. Siempre paso. Solo que esta vez la celebración, repito, espontánea y masiva como no recuerdo haber visto antes, podía presumir que el aire fresco no fuese tan rápidamente vulnerable a la inoperancia del poder.
Como sea, aferrados a ese tronco futbolero que nunca termina de hundirse, todavía podemos fantasear con que, al menos, dentro del deporte, lo ocurrido en Doha deje algo parecido a un legado.
Desde ya que podemos debatir si es posible traspolar a los asuntos profundos esto de contar con un cuerpo técnico –gabinete- idóneo, de bajo perfil y mucho trabajo, analítico y serio. O de que en tantos ámbitos como necesitamos el pregón de “formar equipos” no solo se parezca a una creación colectiva sino que logre que los de a pie nos sintamos representados; honrados en nuestra ilusión y nuestro mandato.
Menos complejo es soñar con que, al menos, el legado sea puertas adentro de nuestro fútbol.
En este sentido hay un nombre que sobresale y es el de Claudio Tapia, presidente de la AFA. Voy a prescindir por un momento de todas las polémicas y los reclamos que surgen apenas se lo nombre, casi tanto como sucedió hasta su fallecimiento con Julio Grondona. En cambio, apunto específicamente a lo que considero es una chance histórica para el dirigente surgido de Barracas Central.
Existe, inevitablemente, la lógica del resultado. No es poca cosa ser la cara visible dirigencial de un equipo que, en poco más de un año, ganó la Copa América, la final intercontinental con Italia y el Mundial.
Existe, ni que hablar, el impacto intangible pero más que simbólico del vínculo que Tapia tiene con el plantel y, especialmente, con Lionel Messi. Por las razones que sea, el abrazo que el capitán campeón le dio al dirigente apenas terminada la final dio toda la sensación de ser mucho más que un gesto de rigor: fue un encuentro desde cierto afecto. Y eso, de la mano de tantas fotos en las que, finalmente, el genio nunca apareció, es un capital que debería elevar aún más que aquellos resultados la influencia de Tapia en nuestro fútbol.
Y aquí podría aparecer el auténtico desafío. Que no es otra cosa que el uso positivo de esa influencia.
A partir de no conocer al titular de la AFA, debo prontamente aclarar que todo esto es una simple fantasía/deseo personal.
Nuestro fútbol cotidiano tiene anomalías como, por ejemplo, la acumulación absurda de equipos en primera división, camino a un nuevo torneo de 30 equipos que todos votaron y muy pocos dijeron querer –contradicción habitual en el edificio de Viamonte 1366- cuando tuvo su debut en tiempos de Grondona.
O el sinsentido del sistema de promedios que, en los ejemplos recientes de las pérdidas de categoría de Tigre y de Patronato deja en claro ser un sistema injusto e innecesario.
O la nunca debidamente legislada prohibición a concurrir libremente a los estadios. Hace más de una década que los argentinos podemos ir de manera irrestricta a casi cualquier lado… salvo al fútbol. Lo peor: nunca nadie se tomó el trabajo de blanquear quienes son los que quieren esa prohibición. Ni por qué se la impuso.
Y los balances deficitarios de la mayoría de los clubes. Y los escándalos recurrentes con ciertos partidos que llenan de sospecha a los hinchas poniendo en riesgo el sustento final del espectáculo que no es otra cosa que la fidelidad del que está en las tribunas.
Y todas esas cosas en las que usted está pensando en este preciso momento y que, sin dudas, forman parte del inventario oscuro de esta pasión en la que coincidimos.
De tal modo, no se cuántos de estos puntos serán considerados como anomalías por Tapia. Ni si realmente le interesaría modificar un status quo que hasta permitió que un legislador entrerriano pidiera eliminar los descensos en beneficio del muy meritorio equipo de Paraná.
De lo que estoy seguro de que este sería un momento ideal de energía positiva y poder simbólico y real para animarse a pegar un volantazo.
Y de que el fútbol del equipo campeón mundial –un gran campeón mundial- merece una lógica doméstica infinitamente más sana que la que tenemos. Nosotros, también.
infobae